Sunday, 6 November 2011

Una Cosa Pura




Trayendo la luz oculta de Janucá a nuestras vidas.
por Sara Debbie Gutfreund
Dame una imagen pura. Un bebé recién nacido. Un amanecer. El sol hundiéndose lentamente detrás de las montañas, dejando una luz rosada detrás de sí. Rosas blancas.
Dame un momento puro. El último esfuerzo para alcanzar la cima de una montaña empinada. Zambullirse en el mar, en el medio de una ola enorme. Mirar a los ojos a tu pareja y ver su alma…
Muéstrame una persona pura. Rav Jaim Pinjas Sheinberg sentado al costado de la cama de su esposa enferma, cantando todas las canciones que conoce hasta que ella le da una sonrisa.
Cuéntame una historia pura. La Rebetzin Batia Sheinberg, que murió el año pasado a la edad de 96 años (y 79 años de matrimonio), compartió la sala de hospital con una mujer muriendo de cáncer. Todos los días escuchó a esta mujer y a su marido rezando para que ella muriera y dejara de sufrir. Un día la Rebetzin se dirigió a esta pareja y les dijo: “¿Por qué están rezando para morir? ¡Deberían estar rezando para vivir!”.
La mujer y su marido menearon sus cabezas: “Esto no es vida”, dijeron. “Esto es dolor”. Y como una madre compasiva confortando a sus propios hijos, la Rebetzin les habló con todo su corazón y toda su fuerza: “Están equivocados. Esta es la oportunidad de empacar las maletas para el viaje final. ¿Qué van a poner en sus maletas?”.
La pareja respondió: “No sabemos. No tenemos nada para empacar. Nunca hemos aprendido sobre el mundo espiritual. Nunca hemos empacado nada”.
A partir de ese día, desde su cama de hospital, la Rebetzin les enseñó a decir Salmos, luego a bendecir por los alimentos, luego sobre Shabat, etc. Y cuando esta mujer, que tuvo la dicha de ser la compañera de pieza de la Rebetzin Sheinberg le devolvió su alma a su Creador, su marido le pidió a la Ieshivá del rabino Sheinberg que dijera Kadish por ella todos los años en su yortzait (aniversario de fallecimiento). Y de esta manera, la Rebetzin Sheinberg nos enseñó a vivir incluso después de la muerte.
Eclipsando la Luz
La gente responde a la sinceridad y a la pureza al igual que responden al aire fresco. La reciben contentos. La inhalan. Les da vida. Todas las mañanas recitamos una hermosa bendición: “Mi Dios, el alma que Has puesto en mí es pura. Tú la Has creado, Tú le Has dado forma, Tú la Has insuflado dentro de mí, la salvaguardas dentro de mí, y eventualmente Te la llevarás de mí, y la restituirás en mí en el Tiempo por Venir. Todo el tiempo durante el cual el alma esté dentro de mí, te agradeceré”.
¿Pero por qué es tan difícil sentir la pureza esencial de nuestras almas? La Rebetzin Tzipora Heller da el ejemplo de la luz de una vela. Si pones una cortina delante de la vela, ¿todavía verías la luz? Sí. ¿Y si pones dos cortinas? Sí, todavía podrías ver la luz, aún si está eclipsada. Pero si pones cien o mil cortinas entonces puede que no veas la luz para nada, aunque todavía esté encendida. El alma es como esa vela encendida, y las cortinas son elecciones equivocadas que bloquean el acceso a nuestra verdadera identidad.
Janucá nos da la fortaleza para encontrar la luz pura e infinita que se esconde detrás de las cortinas de nuestras vidas.
En Janucá se nos da una fortaleza especial para encontrar esa luz infinita y pura que se esconde detrás de las cortinas de nuestras vidas. Pero primero necesitamos quererlo. Necesitamos añorar la oportunidad de ver la vela encendida.
¿Cuál es la fortaleza que nos da Janucá? ¿Qué es lo que tiene la menorá que nos hace desear encontrar nuestra alma?
Cuando recuperamos el Templo Sagrado, había otros tarros de aceite que podríamos haber utilizado para encender la menorá. Pero sólo queríamos encenderla con el aceite puro a pesar de que sólo quedaba un poquito. Estábamos dispuestos a arriesgarnos a la oscuridad subsiguiente para ofrecerle a Dios ese único tarro de aceite.
En Janucá, Dios quiere que recordemos que también hoy en día tenemos la habilidad de traer luz a nuestras vidas. Quiere que recordemos todas las veces en las que no tuvimos miedo de enfrentar la oscuridad. Quiere que creamos en “lo mejor” y en “lo más puro” dentro de nosotros, sin importar qué tan pequeña sea esa chispa de sinceridad.
Y luego, Él tomara cada una de nuestras chispas pequeñas y llenará nuestras vidas con luz. Ese es el milagro.
Vemos esto todo el tiempo en nuestras vidas. Respetas una hora de Shabat, pero la respetas con todo tu corazón. Y Dios eventualmente te ayuda a respetar todo Shabat. Aprendes un poco de Torá completamente abierto a recibir sabiduría, y Dios te enseña más de lo que podrías haber imaginado. Dices una bendición con intenciones puras, y Él preserva el eco de esa plegaria para las generaciones venideras.
En el comienzo del tiempo, Dios creó una luz especial que se extendió de un extremo del mundo hasta el otro. Bajo esa luz, nada moría y nada se podría. Era una hermosa y curadora luz infinita. Pero sólo duró 36 horas, porque Dios vio que la luz no era apta para este mundo, en donde necesitábamos algo de oscuridad para poder tener libre albedrío. Por lo que escondió la luz y la reservó para el Mundo por Venir, en donde no hay dolor ni ocultamiento.
Pero una vez al año, en Janucá, Dios nos da acceso a esta luz escondida que reside en los recovecos más profundos de nuestras almas. Hay 36 velas encendidas durante Janucá, cada una de ellas representa una hora de las 36 horas que esta luz oculta estuvo revelada en el mundo.
Cada vela que encendemos remueve otra capa de la cortina que bloquea la preciosa y oculta luz de nuestras almas.
Cada vela nos rodea con la pureza de ese pequeño tarro de aceite que siempre tiene una gota más. Porque todo lo que necesitamos es una cosa pura. Una imagen pura. Un momento puro. Una historia pura.
Y así, ese singular momento llevará al siguiente momento puro. Vela a vela. Hasta que la oscuridad desaparezca completamente.

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